Fuegos artificiales VI

Y ahora se había acabado, yo ya no era nada; 
irremediablemente me había despojado de todo, 
me había convertido en el más pobre de los hombres,
 y ni siquiera sabía cómo.
Hölderlin


Pero, ¿cómo pasar el sombrío tiempo del duelo? Para nuestros fines tomaremos una cita y un amor. Bajo la égida del epígrafe de la Medea de Eurípides, y al filo de la pluma de Delay, Lacan escribe sobre la letra y el deseo, eso lo lleva a afirmar bufonescamente que “el estilo es el objeto”. Ingresemos al tema desde una advertencia: “a este problema, el de la relación del hombre con la letra —que pone a la historia misma en tela de juicio—, se comprenderá que el pensamiento de nuestro tiempo no lo capte como no sea envolviéndolo por un efecto de convergencia de modo geométrico, o, ya que en el inconsciente se ha reconocido una estrategia, procediendo a la maniobra de envolvimiento que se distingue en nuestras ciencias llamadas humanas, no tan demasiado humanas ya”.
En este escrito Lacan rearma el libro de Delay sobre la juventud de André Gide, disponiéndolo en torno a un vano. Del libro, surgido de la amistad y del relato otorgado en la vejez por el escritor, subraya que bien podría ser tomado como prefacio a la obra del poeta. De la distinción que otorga el designio de ese monstruo sagrado, para que su semilla no muera, y que lleva al escriba a sortear lo psicobiográfico, el psicoanalista redefine los límites de lo público y de lo privado en el origen de la obra de arte; al iluminar la composición del sujeto que aporta el testigo. Tal testigo llega a arrancar, en una prueba excepcional, de las entrañas del creador la materia para dar testimonio, entre decir y verdad, del mensaje poético.
Sin prodigarse por las ramas del árbol verde de la genealogía, ni por la desviación sexual escandalosamente confesada, en el texto sobre el escrito la mirada se detiene en el amor de Gide por su prima Madeleine; aquella a la que hace su esposa, sin conseguir hacerla su mujer. El amor permanece no realizado; lo que nos orienta hacia eso que “Gide la hizo ser”. Esta cuestión no impide que se trate de un verdadero amor; incluso de un amor lacaniano, pues en el acto de amor el poeta da a su amada lo que él no tiene: la inmortalidad.
Por la puerta estrecha de aquel (des)encuentro se decide el destino de Gide. En el fuego del laberinto se labra un blasón; con el estilo de la unión mística, del Dante con Beatriz o de la Morella del ensombrecido Poe. La que está siempre entre la nostalgia por el padre muerto y la angustia futura, tiempo antes de extinguirse, abrasa el corazón desprevenido del poeta abriendo una falta; cuando arroja al fuego, una tras otra, las cartas sin igual en las que Gide había puesta el alma, las hijas de sus manos, las más hermosas misivas: un doble de sí mismo. Sin embargo aquel que se arriesgó hasta la irrisión y el infortunio, del duelo ante el más duro golpe asestado a su ser, del desconsolado bramido hace surgir una risa inefable. 
El verso de Virgilio dona el hiato por donde producir la inmixtión, vertiendo la sangre que devuelve el alma al cuerpo. En Et nunc manet in te, escrito tras la muerte de la amada, André Gide, émulo de Orfeo, inscribe una relación imposible; apuntando “que no ofrece, en el lugar ardiente del corazón, más que un agujero”. A partir de estas líneas que aguijonean la cabeza, y leyendo malamente para sacar la buena lección, Lacan apunta el saldo del viaje del poeta a la nada: “Parece clavarnos el lamento del amante sobre el lugar dejado desierto en el corazón viviente del amado”. Para luego, en la anotación temprana del amante, revelar el punto en que se quiebra la exquisita ironía de Gide: “No, nosotros no seremos verdaderos amantes, amada mía”, evocando “ese toque mortal del que estaba afectado para él el amor”.
Recién con esto, “para los hombres cuyo destino en la vida es hacer pasar el surco de una carencia”, alcanzamos el punto que proyectábamos transmitir. Pues, sin tomar el Joyce del final, tan sólo esto pretendimos extraer de André Gide. Si Lacan muestra cómo el poeta desde la tragedia alcanza la comedia, no es sino parafraseando las palabras finales de Sócrates en el Banquete de Platón; voces cedidas por el avispado discípulo, a través de un seguidor adormilado.

Pero dejemos ahora la palabra al comentario que Jean Delay extrae de la creación del doble, palabras que, como señala Lacan, bien podrían ser colocadas como una más de las Notes de la tentative amoureuse: “En resumen, Luc, encantado de realizar su deseo, se desencanta de él realizándolo y se recobra desolado, mientras que Gide, expresando el deseo de ese doble en lugar de vivirlo, se desencanta también él, pero en un sentido enteramente diferente: se desembruja y se vuelve alegre, de suerte que el desencantamiento en el sentido del hechizo es un reencantamiento en el sentido del canto”.