Lo
que he comprendido es excelente;
y
creo que también lo que no he comprendido.
Pero
se necesita un buzo de Delos.
Del discurso de Heráclito han quedado sólo fragmentos,
jirones de citas que (en su propio interés) han realizado Platón, Aristóteles y
los Padres de la Iglesia ,
entre otros; contamos con lo que la tradición ha elegido y resguardado. A
partir de los comentarios, y gracias a la exploración filológica, se reconstruyó
lo que hoy por hoy integran las sentencias de este pensador “presocrático”. El
inestimable trabajo de selección, ordenación y enumeración de palabras aisladas
y de frases completas, respetando la expresión y el estilo del griego, nos permite
volver a contar, aunque no sabemos en qué proporción, con su Lógos.
Desde antaño la filosofía intentó dar cuenta de sus
palabras, sin embargo aún se sigue debatiendo sobre el sentido de sus dichos.
En suma, a pesar de la diversidad de hipótesis explicativas, es posible decir
que no se llegó a formular una tesis que reúna la trama que urdió. Aunque no
contamos con su escrito, las partes que resistieron el olvido muestran una
totalidad dispuesta de manera diferente a la del poema de Parménides; incomparable
a la exposición que posteriormente efectúa la filosofía platónica o
aristotélica. Estas piezas rubrican un estilo en sí mismo fragmentario.
Para preparar la edición de las sentencias de Heráclito,
Diels renuncia a toda tentativa de reconstrucción de la obra; es interesante
destacar su opinión —la que no ha encontrado muchos adeptos—, sostiene que no
escribió un libro continuo, sino que manifestó repetidas veces una serie de reflexiones
cuidadosamente formuladas; cuestión que, sin ser necesariamente cierta, podría
contener un núcleo de verdad. Posteriormente, Gigon y Kirk retoman la tesis de
Diels planteando que las sentencias son una recolección de apogtemas orales
inconexos entre sí, reunidos a través del tiempo[2];
pero esto, además de ir contra la tradición, deja sin resolver la dificultad
que presenta el primer fragmento.
Destaquemos que Heráclito, incluso en su tiempo, era
considerado oscuro. Según la Suda[3]
(22 A 1a)
“escribió muchas cosas poéticamente”; el poéticamente
hace referencia al ritmo, y a lo alegórico de sus dichos. En la Retórica
(III 5, 1407b) Aristóteles afirma que la obra de Heráclito es difícil de
puntuar, que nunca queda claro dónde hacer el corte. En De elocutione, Demetrio de Falero, discípulo de Teofrasto, recalca
la falta de conexión y lo deshilvanado de sus apotegmas. Dentro del anecdotario,
que se desprende más de su obra que de la vida, Diógenes Laercio, en Vidas de los filósofos ilustres IX 1, lo
muestra como un decidor de enigmas; poco después [en IX 6-7] cuenta que, según
Timón de Fliunte, Heráclito se expresa con términos enigmáticos: ai)nikth/j [ainiktés]; y añade un comentario
de Teofrasto, quien plantea que por “melancolía[4]”
dejó algunas cosas a medio terminar. Pero nada de esto le impide señalar que la
concisión y la fuerza de sus expresiones son incomparables. El “ainiktés” de la anécdota deriva en el
nombre “o( Skoteino/j” [ho Skoteinós]: el Oscuro, la fama que Heráclito ganó entre
sus compatriotas.
Este decir enigmático no hace referencia al acertijo ni a la
adivinanza, sino a una poética oscura, a un estilo denso, yuxtapuesto y polisémico;
donde cada pieza, abriéndose y cerrándose en sí misma, dispone una unidad. Por las
resonancias que provocan, el sentido que acarrean o el pensamiento que
transmiten, las sentencias se aluden unas a otras, irradiándose alternativamente;
pero sin retomarse, no se continúan ni explican. Pese a estar esbozadas con palabras
recuerdan una transmisión mímica, en la que conviene exponer diversas veces lo
mismo, para que el otro capte lo que se intenta exponer. En este sentido los
fragmentos revelan el lógos que, reuniéndolos,
los atraviesa y acopla.
[1] Diógenes Laercio relata (en Vidas de los filósofos ilustres, II, 22)
que Eurípides, tras darle a Sócrates el libro de Heráclito, le pregunta qué le
pareció —el epígrafe es la respuesta.
[2] Ver Heraclitus,
The cosmic fragments, Edited with an introduction and commentary, G. S.
Kirk, Cambridge at the University Press, London , 1962.
[4] No en el sentido de la actual patología, sino en el de la antigua
impulsividad.