Presentación del libro "Aquí también hay dioses"

Por María Inés Crespo

Buenas tardes a todos. Muchas gracias por acercarse a esta presentación que es, también y muy especialmente, una celebración. Como sin duda todos ustedes saben, habitualmente el sentido de la presentación de un libro es, en primer término, homenajear al sufrido autor, y en segundo término, que el público asistente quede tan prendado de las virtudes de la obra en cuestión enumeradas por los presentadores que, en un ataque de fiebre consumista, se agolpe frente a las librerías para comprarla. No alcanzo a vislumbrar si semejante milagro ocurrirá a la salida de este encuentro, aunque sin duda las reflexiones siguientes tienen el objeto de servir como humilde propedéutica y, por tanto, como sincera invitación a la lectura.
Pero en mi caso, la intención no es “comentar” el libro de Marcelo Alonso, ni hablar de psicoanálisis, ni de filosofía. Voy a intentar, por el contrario, “hablar” del libro mismo como producto acabado del trabajo creador.
¿Qué es presentar un libro? Es presentarlo en sociedad, mostrarse al público, darse a conocer para “ser aprobado” y, a partir de ese momento, “pertenecer a la comunidad”, en este caso a la república de los libros, como un integrante de pleno derecho. La presentación es, entonces, un rito de integración, y en él se celebra que la obra, luego de transitar un camino de crecimiento, ha llegado a una madurez suficiente como para “salir al mundo”.
En la antigüedad, al igual que en las sociedades primitivas, y también –aunque cada vez menos– en la sociedad contemporánea, las comunidades daban la bienvenida a sus nuevos integrantes por medio de una fiesta. El sentido de la fiesta es, en primer lugar, la reunión de los hombres alrededor de un objetivo común: la celebración. En la celebración se llevan a cabo rituales, rituales simbólicos, donde a unas determinadas acciones les corresponden unos significados específicos, aunque en esos significados puedan, como en todo símbolo, convivir, armónicamente, una pluralidad de posibilidades. A veces, con el transcurso de los años, de los siglos y de los milenios, los hombres pierden el significado de la fiesta. Sólo queda, para ellos, para nosotros, un puro significante: las acciones del ritual que repetimos sin saber por qué. Sin embargo, incluso la puesta en acto de ese ritual que es “puro significante” produce en los hombres una recuperación del sentido. En esa fiesta, lo que se ha recuperado es el deseo de estar juntos, reunidos y celebrando, acercándonos, de alguna manera misteriosa, a un ámbito otro del que somos ciudadanos legítimos, pero del que en nuestra vida cotidiana nos sentimos, casi siempre, exiliados: el ámbito de lo sagrado.
En el caso que hoy nos reúne, entonces, es mi intención subrayar y, en la medida de lo posible, recuperar el significado festivo de esta presentación. Al hacerlo, festejamos tanto a Marcelo Alonso, su autor, como al nuevo libro que hoy se incorpora a la república de los libros con pleno derecho.
Con Aquí también hay dioses, asistimos no sólo a la presentación de los méritos de su contenido, sino también, al resultado del proceso creativo que le ha dado nacimiento. Y allí, en la primera lectura del texto, nos encontramos con la primera sorpresa: se trata de un texto complejo, incluso “difícil”. Pero la dificultad no consiste en la opacidad de lo que el texto dice, sino en la presencia invisible de lo que no dice. En efecto, el texto como unidad se va desplegando en partes cuya ilación no es evidente. Esa tarea de ilación, que va dejando claves sutiles en el sendero –títulos, epígrafes, citas–, es cedida al lector, que se ve convocado a completar la tarea que el autor ha abandonado a sabiendas. El resultado es una obra cuyo mensaje es necesario decodificar más allá de lo lingüísticamente explícito. El trabajo sobre el implícito y sobre la alusión es uno de los rasgos más destacados del texto, y es lo que provoca en el lector la sensación de estar en presencia de un “estilo”.
Pero ¿qué es el estilo? El estilo es una punción que se hace con la pluma, un trazo que es propio del sujeto que la empuña: la marca que él y sólo él puede dejar en el papel: su inscripción. Esa inscripción propia, ese hábito de escritura, que los latinos denominaban usus scribendi, es lo contrario de lo que habitualmente encontramos en los tratados científicos, en las entradas del diccionario o en un recetario de cocina: lo que Roland Barthes llamaba “el grado cero de la escritura”, la pura denotación. Ahora bien, la concreción de un estilo, la inscripción de una marca, no es lo habitual en los textos que tratan de filosofía ni de psicoanálisis. La aparición del estilo, el abandono de la objetividad científica y de la denotación es lo que convierte un texto en literatura, en este caso, en un género literario poco transitado por los especialistas en estas áreas, es decir, el ensayo.
Ahora bien, ese estilo alusivo, preñado de implícitos, que deja en el camino las seguridades y las afirmaciones dogmáticas, que ha tirado el lastre de la precisión científica, configura un texto donde se ha dado lugar al hueco, a la abertura, a la hendidura. Esa existencia de pequeños vacíos, que convoca en el lector la vacilación o la duda, la aparición de senderos laterales que alejan, en apariencia, de la ruta principal, intenta poner en acto, en el momento mismo de la escritura, por medio de una técnica que los especialistas denominamos “metaliteraria”, lo que es uno de los ejes del texto: la esencia poética del lenguaje.
Pero este trabajo consciente sobre la abertura y el vacío, sobre la alusión y el enigma, que opera estilísticamente en la trama del texto, no se limita sólo a la escritura. En efecto, el autor pone en acto una segunda operación metaliteraria, una especie de heterodoxa “puesta en abismo”. La puesta en abismo es un mecanismo propio de la narrativa y del teatro, donde dentro del texto se repite como en espejo la estructura discursiva que funciona como marco de ese texto: una obra de teatro donde se representa una obra teatral, una narración donde un personaje funciona como narrador de una historia enmarcada. En el caso de Aquí también hay dioses, la marca de estilo propia del autor, ese trabajo de alusión y vacío, de abertura y enigma, aparece “mostrado”, “puesto en acto”, en la labor hermenéutica que se despliega sobre otros textos cuya marca de estilo es, precisamente, la connotación y la apertura, el señalamiento sin afirmaciones ni negaciones, la textura poética que escatima su referente para mostrarse como pura metáfora. Me refiero a la inclusión de los textos del Tao, de las Upanishads y, sobre todo, de los fragmentos de Heráclito, que brillan desde el título del libro expandiendo su manto de luminosa oscuridad.
Marcelo Alonso emprendió, al incluir a Heráclito en la trama de su texto, un trabajo exactamente opuesto al del comentario exegético, donde el comentarista tiene el objetivo de descomponer la escritura –sea esta poética, teológica o filosófica– para hacerla decir, con pretensión de verdad, lo que se supone que quiere decir: su referente, su contenido, que el exégeta considera velado u oscurecido por la metáfora, la alusión o la connotación. El exégeta pretende desnudar el texto, despojarlo de estos vestidos molestos y exponerlo en su desnudez. Cuando esto sucede, el texto se rompe, estalla, y el sentido esencial de su mensaje desaparece. La labor exegética, que disecciona el texto con precisión de entomólogo, se convierte entonces en una meta en sí misma, como resultado de la cual el texto a comentar queda finalmente perdido.
Por el contrario, lo que Marcelo Alonso llevó a cabo en su hermenéutica de los fragmentos de Heráclito, el Oscuro de Éfeso, consistió en hacer que el texto se abriera, estructura por estructura, palabra por palabra, para darle la oportunidad de develarse, de mostrarse, hundiéndose en su sentido sin perforar sus velos. Esto implicó una labor audaz, que consistió en la inclusión de todas las herramientas técnicas propias del trabajo filológico –la reposición del contexto en el que los autores de la antigüedad citaban cada fragmento, el uso de múltiples ediciones del texto griego y de una pluralidad de traducciones a diversas lenguas modernas, la consulta de diccionarios especializados, de repertorios etimológicos y de comentarios eruditos– la inclusión, repito, de todas estas herramientas, sin permitir que el producto final se convirtiera en un comentario más firmado por un profesional de la filosofía, sino en una reflexión filosófica y poética sobre el texto.
Esta reflexión, de la que fui asistente y testigo privilegiada, se desplegó en torno de un centro radical, un centro que opera en el libro en su totalidad como fundamento esencial: el lógos. El lógos es ese vocablo griego intraducible que alude a un REUNIR, a un HABLAR y a un PENSAR, y que indica a la vez la palabra, la palabra reunida con otras palabras –el lenguaje– y su concepción como motor primero de lo que la filosofía sistemática considera el distintivo central de lo humano como especie: la razón. Sin embargo, el autor encaminó su reflexión en sentido contrario, en la senda de la hermenéutica heideggeriana, para arribar a la concepción del lenguaje como poesía, es decir, como creación constante que hace posible que el hombre se instale en un modo distinto de habitar el mundo, bordeando el exilio y el vacío pero entrelazado con un ámbito otro –el de lo sagrado– que le hace posible emprender el camino de regreso a la patria.
Para arribar a ese destino el autor recorre un sendero lleno de recodos, que se muestra y se oculta, que él como creador ha transitado y que desea que nosotros, como lectores, también recorramos. Es por eso que, a lo largo del derrotero, ha ido lanzando en la hierba un puñado de guijarros que, engarzados como un collar, como un hilo de Ariadna, conforman un surco, la huella por la que nuestros pies y nuestros ojos se guían para llegar a la meta. Arribar a esa meta no es una seguridad que el texto proponga: la meta es un horizonte que se aleja a medida que avanzamos. Pero sobre ello volveremos dentro de unos instantes.
Esas huellas que conforman la ilusión del camino son las que jalonan la reflexión de Marcelo Alonso sobre la historia del psicoanálisis y el descubrimiento de Freud. Son huellas que nos reenvían a la conformación de nuestra cultura, a su espacio liminar, que es el de la conformación de la cultura griega como mito fundacional de Occidente, que estaba en la base del imaginario freudiano como representante cabal de la Modernidad y que aún impregna, aunque con resonancias más oscuras y lejanas, nuestra precaria cultura postmoderna.
Recordemos algunos de aquellos guijarros: un medallón –lo que los griegos denominaban sýmbolon, esto es, un objeto que funcionaba como signo de reconocimiento–; siete anillos, que nos remiten a los hermanos que pelean por la herencia paterna, encerrados en una ciudad amurallada cuyas siete puertas sellan la salida de una ciudad vuelta sobre sí misma, capturada en un tiempo circular que impide la evolución y la transmisión; una efigie y una Esfinge, donde se transparenta la figura de Edipo en el momento culminante de su camino heroico: el desciframiento del enigma que pregunta sobre el hombre; Edipo mismo en su condición de hombre trágico, figura que parece exceder a Freud y resulta resemantizado como símbolo del complejo que lleva su nombre; Antígona, una hija que guía los pasos de un padre enfermo en su camino de desterrado; por último, ese anciano en el límite de una nueva patria que no le otorga ciudadanía de pleno derecho, que se le muestra y se le escatima, pero en la que puede dejar un legado.
¿Cuál es el legado de Aquí también hay dioses? Como decíamos hace instantes, el legado no consiste en el vislumbre de la meta del camino. Antes bien, Marcelo Alonso ha querido, sustrayéndose al callejón sin salida del carretero chino de Chuang Tzu, probar que, aunque el aprendizaje es una tarea únicamente individual, todavía es posible la transmisión de una experiencia. La capacidad de transmisión es un don que pocos reciben: un regalo de los dioses que sólo anida en los sujetos traspasados por el rayo del deseo. Como testigo del proceso de conformación de esa experiencia, puedo afirmar que el don recibido, plasmado en estas páginas, es la primera cuenta de un collar que, como los guijarros, continuará abriendo surcos para nuestras huellas.
Muchas gracias.

Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.
3 de junio de 2009

Presentación del libro "Aquí también hay dioses"

Por Nora J. Álvarez


Marcelo A. Alonso instala una aceptación: “Aquí también hay dioses”, y enuncia una mirada que nos plantea: “seguir a la letra la experiencia abierta por Freud, tanto como la enseñanza de Lacan”. Camino que va transitando de un modo particular en el entramado de sabidurías diversas, como el pensamiento de filósofos antiguos, la poética de Lao Tse, de Heráclito, y las antiguas Upanishads de la India.

En este libro no solo encontramos una propuesta, también, una posición política frente al acontecimiento del psicoanálisis queda aludida, al afirmar que el camino de Freud habla de un descubrimiento que implica una travesía, una acción, un camino abierto; o bien, en la referencia a esos pequeños senderos que, como señala Lacan, pueden llevarnos más lejos de lo que creemos.

Senderos, vía, caminos, un modo de mostrar otra determinación de la existencia, que no se establece por la razón del pensamiento occidental. Una apertura sin fin preciso que orienta; un diálogo con la tradición china: el Tao. Allí leemos que la escritura ideográfica capta la imagen y se relaciona entonces con el mostrar, que “el ideograma que representa a Tao, a diferencia de la escritura alfabética que se remite al concepto, es el mismo que el de ‘camino’. También nombra el habla, aludiendo a curso, vía, recorrido, con la pregnancia de la imagen de un vacío del que todo emana. Del Tao no es posible decir: esto es o esto no es, dualidad tal que rige la mirada de occidente con su corazón en el ser.

Jacques Lacan en su diálogo con F. Cheng piensa la tríada donde ya no se trata de un juego de oposiciones, sino del 3 identificado con el vacío central, y éste produciendo soplo y vida. Como un vacío del que todo emana abriendo el espacio; lo que está en el tiempo como efecto de acontecimiento, no como el ser del concepto y su limitada movilidad.

También Freud se refiere a la lengua china[i] y habla del sonido, de la evocación, de los diversos tonos en la emisión de las sílabas, donde la gramática es casi inexistente. Lo dice así: Esa lengua consiste, (...) sólo en la materia prima, y en ello se asemeja a la manera en que nuestro lenguaje conceptual es reducido por el trabajo del sueño a su materia prima, a saber, omitiendo expresar sus relaciones. En el chino, en todos los casos de imprecisión, la decisión se deja a cargo del oyente.”

Así, la letra del autor va delineando, paso a paso, una constante que no alude al sueño occidental de la evolución y el progreso; una escucha constante que se orienta por el tono, por el ritmo, por ese tiempo que se instala, y ese espacio que se abre por los efectos de la resonancia de lo real.

Entonces, para que el proyecto de comunidad disponga su base en el estar, se torna propicia esta propuesta. Una propuesta de reunión que disponga de la presencia de un “aquí también hay dioses”. Un estar que nos compete, el interrogarnos por la política del psicoanálisis.




[i] “14 Conferencia de introducción al psicoanálisis”