CAMINAR TIENE SUS RIESGOS

Por Marcelo Alonso


"lo más importante es el problema de aquellos que siguen o no siguen
su propio camino, de aquellos que emprenden el viaje o no”
Andrei Tarkovski

En épocas apocalípticas como la nuestra, de elecciones y de pandemias, es bueno mantener la memoria activa; pues solo al realizar una experiencia histórica cada generación se apropia de su tiempo. En lo que compete al psicoanálisis, quisiera tomar un caso olvidado, el de Johann Honegger, ayudante de Jung. El intercambio epistolar muestra como quedará enredado en la difícil relación del discípulo y el padre del psicoanálisis. Convertido en alumno aventajado, participa de las investigaciones y de los sueños de Jung, y de las expresiones de elogio y simpatía de Freud, en desmedro de los inicios del mismo. El 6 de abril de 1910, Jung confiesa “He dejado partir a Honegger, con harto dolor de mi corazón, a su sanatorio de Terrier y puedo comprobar que mi libido se revuelve inquieta para buscar un objeto adecuado…”. El 2 de junio, sin aprecio, critica el modo de trabajo y la falta de disciplina: “Le he escrito, de modo dilatorio, que en mi opinión podría realmente escribir allí su tesis, por su propia cuenta.” El 9 de junio, con vivo interés, Freud responde: “Encuentro que es usted tajante con la exigencia de que sus condiciones de trabajo han de ser tan independientes de la libido como las de usted; por su origen pertenece a una generación posterior, ha tenido aún poco del amor y en general es blando. No sería en absoluto de desear que fuese una copia suya. Puede usted tomarlo tal como es [...] ¿Por qué no quiere usted por tanto utilizarlo tal como es e instruirlo sobre la base de su propio modo de ser, en vez de moldearlo según un ideal que le es ajeno?”
En 1911, Honegger responde a la demanda ofreciendo su cuerpo en holocausto: se suicida aplicándose una inyección de morfina. El 2 de abril, cuando Jung acuse recibo, Freud dirá: “Me llama la atención que, en realidad, consumimos muchas personas...”. Esta terrible metáfora habla del ansia del maestro de tener seguidores; si domina esta aspiración queda permitida solo una vía, un discurso único. Frente al desamor Honegger se entrega a la muerte —a diferencia de Freud, quien del rechazo onírico de Irma a tomar su solución encuentra La interpretación de los sueños—. El silenciamiento que, pasa a encarnar, manifiesta el retroceso frente al deseo de obtener la diferencia, no da lugar a lo que podría ser propio.
Valiéndonos de la libertad que nos concede la palabra china Tao [“camino” y “habla”], podríamos decir que caminar tiene sus riesgos. Freud aprendió eso en la asociación médica de Viena, Lacan en la sociedad psicoanalítica de París. Sin tal salto, Freud hubiera sido el traductor de Charcot y Lacan un destacado profesor dentro de la ortodoxia posfreudiana.
El acto de ponerse en marcha excede al camino y al caminante, se produce en el tropiezo. El camino no es la ruta trazada, es el ritmo que marca el andar. Caminar es pasar, la vida puede ser el camino recorrido. Que persistan las huellas es un dato anecdótico; algunos dejaron un camino tras de sí por el que otros transitan —a quienes les corresponde encontrar su paso—. Fundar un campo es un acto excepcional, pocos lo han hecho; que un campo se abra permite que surjan diversos senderos. Permitir que otro haga un camino implica una renuncia, al narcisismo y a la voluntad de dominio, en este acto se funda el psicoanálisis. El analista, que debe borrarse para dar paso al deseo, solo puede acompañar a cada uno hasta la puerta de su acto.
Chuang Tzu, discípulo de Lao Tse, dice que si un hombre cruza un río y un bote vacío lo choca, no se enojará demasiado, pero si ve en el bote a otro hombre le gritará que se aparte, y si no es escuchado volverá a gritar y empezará a maldecir. Ponerse a caminar hace presente el escollo. Lo real, eso que está ahí cuando salgo a caminar, siempre obliga a suponer, provocando que se precipite un sentido; si otorgarle un querer al bote es hundirse con él, quedarse guerreando con el agente que lo maneja sería perderse. Si en vez de convertir en mío el camino me apropio del impedimento me obstaculizo (me hago obstáculo), con lo que el río no fluye. Hacerme al camino es deshacerme del estorbo. Honegger no pudo con esto, se quedó empantanado.
La importancia de historiar el movimiento psicoanalítico radica en advertir las formas en que el revés del psicoanálisis: el discurso del amo, se entromete en la formación analítica. Pero, además, historiar desordena los tiempos, revuelve el fin y renueva el inicio, invitando a un retorno que tiene que ser en cada caso único: encontrar eso que a cada uno le concierne, su páthos. Se trata de un nostos, un regreso al hogar, que puede resultar una verdadera odisea.
En diversas ocasiones me encontré relatando algo que había pasado (en una charla, en un comentario) con la evidencia de estar desfasado… Lo dado no volvía a producirse, se perdía en lo dicho, resultaba irrepetible. Era como intentar reírse del comentario de un chiste que había perdido toda gracia. No se puede recrear a voluntad ese efecto, el instante no siempre se dona. En el dicho se pierde: la inflexión de la voz, el clima creado, el contacto... Otro tanto pasa con los libros, excepto que de repente se tornen luminosos. Los escritos no valen más que las palabras que contienen; términos, que transportan conceptos; ideas, que persiguen lo indecible.
Si se produce una transmisión, se articula un instante “alquímico” que trasmuta un dicho en un decir, dando vida a la letra. En la formación de los analistas se trata de que cada uno encuentre un estilo de transmitir lo que no puede comunicar. Lo naciente tiene que abrirse paso; las palabras de otro deben caer, desgranarse, para que advenga un decir.
El camino de Freud evoca el desvelo por transmitir su invención. El retorno de Lacan, impensadamente, va a parar a este punto, será el lector de Freud. En su retorno no lo explica: lo reubica, ahí donde estaba desde el inicio.-

Presentación del libro "Aquí también hay dioses"

Por María Inés Crespo

Buenas tardes a todos. Muchas gracias por acercarse a esta presentación que es, también y muy especialmente, una celebración. Como sin duda todos ustedes saben, habitualmente el sentido de la presentación de un libro es, en primer término, homenajear al sufrido autor, y en segundo término, que el público asistente quede tan prendado de las virtudes de la obra en cuestión enumeradas por los presentadores que, en un ataque de fiebre consumista, se agolpe frente a las librerías para comprarla. No alcanzo a vislumbrar si semejante milagro ocurrirá a la salida de este encuentro, aunque sin duda las reflexiones siguientes tienen el objeto de servir como humilde propedéutica y, por tanto, como sincera invitación a la lectura.
Pero en mi caso, la intención no es “comentar” el libro de Marcelo Alonso, ni hablar de psicoanálisis, ni de filosofía. Voy a intentar, por el contrario, “hablar” del libro mismo como producto acabado del trabajo creador.
¿Qué es presentar un libro? Es presentarlo en sociedad, mostrarse al público, darse a conocer para “ser aprobado” y, a partir de ese momento, “pertenecer a la comunidad”, en este caso a la república de los libros, como un integrante de pleno derecho. La presentación es, entonces, un rito de integración, y en él se celebra que la obra, luego de transitar un camino de crecimiento, ha llegado a una madurez suficiente como para “salir al mundo”.
En la antigüedad, al igual que en las sociedades primitivas, y también –aunque cada vez menos– en la sociedad contemporánea, las comunidades daban la bienvenida a sus nuevos integrantes por medio de una fiesta. El sentido de la fiesta es, en primer lugar, la reunión de los hombres alrededor de un objetivo común: la celebración. En la celebración se llevan a cabo rituales, rituales simbólicos, donde a unas determinadas acciones les corresponden unos significados específicos, aunque en esos significados puedan, como en todo símbolo, convivir, armónicamente, una pluralidad de posibilidades. A veces, con el transcurso de los años, de los siglos y de los milenios, los hombres pierden el significado de la fiesta. Sólo queda, para ellos, para nosotros, un puro significante: las acciones del ritual que repetimos sin saber por qué. Sin embargo, incluso la puesta en acto de ese ritual que es “puro significante” produce en los hombres una recuperación del sentido. En esa fiesta, lo que se ha recuperado es el deseo de estar juntos, reunidos y celebrando, acercándonos, de alguna manera misteriosa, a un ámbito otro del que somos ciudadanos legítimos, pero del que en nuestra vida cotidiana nos sentimos, casi siempre, exiliados: el ámbito de lo sagrado.
En el caso que hoy nos reúne, entonces, es mi intención subrayar y, en la medida de lo posible, recuperar el significado festivo de esta presentación. Al hacerlo, festejamos tanto a Marcelo Alonso, su autor, como al nuevo libro que hoy se incorpora a la república de los libros con pleno derecho.
Con Aquí también hay dioses, asistimos no sólo a la presentación de los méritos de su contenido, sino también, al resultado del proceso creativo que le ha dado nacimiento. Y allí, en la primera lectura del texto, nos encontramos con la primera sorpresa: se trata de un texto complejo, incluso “difícil”. Pero la dificultad no consiste en la opacidad de lo que el texto dice, sino en la presencia invisible de lo que no dice. En efecto, el texto como unidad se va desplegando en partes cuya ilación no es evidente. Esa tarea de ilación, que va dejando claves sutiles en el sendero –títulos, epígrafes, citas–, es cedida al lector, que se ve convocado a completar la tarea que el autor ha abandonado a sabiendas. El resultado es una obra cuyo mensaje es necesario decodificar más allá de lo lingüísticamente explícito. El trabajo sobre el implícito y sobre la alusión es uno de los rasgos más destacados del texto, y es lo que provoca en el lector la sensación de estar en presencia de un “estilo”.
Pero ¿qué es el estilo? El estilo es una punción que se hace con la pluma, un trazo que es propio del sujeto que la empuña: la marca que él y sólo él puede dejar en el papel: su inscripción. Esa inscripción propia, ese hábito de escritura, que los latinos denominaban usus scribendi, es lo contrario de lo que habitualmente encontramos en los tratados científicos, en las entradas del diccionario o en un recetario de cocina: lo que Roland Barthes llamaba “el grado cero de la escritura”, la pura denotación. Ahora bien, la concreción de un estilo, la inscripción de una marca, no es lo habitual en los textos que tratan de filosofía ni de psicoanálisis. La aparición del estilo, el abandono de la objetividad científica y de la denotación es lo que convierte un texto en literatura, en este caso, en un género literario poco transitado por los especialistas en estas áreas, es decir, el ensayo.
Ahora bien, ese estilo alusivo, preñado de implícitos, que deja en el camino las seguridades y las afirmaciones dogmáticas, que ha tirado el lastre de la precisión científica, configura un texto donde se ha dado lugar al hueco, a la abertura, a la hendidura. Esa existencia de pequeños vacíos, que convoca en el lector la vacilación o la duda, la aparición de senderos laterales que alejan, en apariencia, de la ruta principal, intenta poner en acto, en el momento mismo de la escritura, por medio de una técnica que los especialistas denominamos “metaliteraria”, lo que es uno de los ejes del texto: la esencia poética del lenguaje.
Pero este trabajo consciente sobre la abertura y el vacío, sobre la alusión y el enigma, que opera estilísticamente en la trama del texto, no se limita sólo a la escritura. En efecto, el autor pone en acto una segunda operación metaliteraria, una especie de heterodoxa “puesta en abismo”. La puesta en abismo es un mecanismo propio de la narrativa y del teatro, donde dentro del texto se repite como en espejo la estructura discursiva que funciona como marco de ese texto: una obra de teatro donde se representa una obra teatral, una narración donde un personaje funciona como narrador de una historia enmarcada. En el caso de Aquí también hay dioses, la marca de estilo propia del autor, ese trabajo de alusión y vacío, de abertura y enigma, aparece “mostrado”, “puesto en acto”, en la labor hermenéutica que se despliega sobre otros textos cuya marca de estilo es, precisamente, la connotación y la apertura, el señalamiento sin afirmaciones ni negaciones, la textura poética que escatima su referente para mostrarse como pura metáfora. Me refiero a la inclusión de los textos del Tao, de las Upanishads y, sobre todo, de los fragmentos de Heráclito, que brillan desde el título del libro expandiendo su manto de luminosa oscuridad.
Marcelo Alonso emprendió, al incluir a Heráclito en la trama de su texto, un trabajo exactamente opuesto al del comentario exegético, donde el comentarista tiene el objetivo de descomponer la escritura –sea esta poética, teológica o filosófica– para hacerla decir, con pretensión de verdad, lo que se supone que quiere decir: su referente, su contenido, que el exégeta considera velado u oscurecido por la metáfora, la alusión o la connotación. El exégeta pretende desnudar el texto, despojarlo de estos vestidos molestos y exponerlo en su desnudez. Cuando esto sucede, el texto se rompe, estalla, y el sentido esencial de su mensaje desaparece. La labor exegética, que disecciona el texto con precisión de entomólogo, se convierte entonces en una meta en sí misma, como resultado de la cual el texto a comentar queda finalmente perdido.
Por el contrario, lo que Marcelo Alonso llevó a cabo en su hermenéutica de los fragmentos de Heráclito, el Oscuro de Éfeso, consistió en hacer que el texto se abriera, estructura por estructura, palabra por palabra, para darle la oportunidad de develarse, de mostrarse, hundiéndose en su sentido sin perforar sus velos. Esto implicó una labor audaz, que consistió en la inclusión de todas las herramientas técnicas propias del trabajo filológico –la reposición del contexto en el que los autores de la antigüedad citaban cada fragmento, el uso de múltiples ediciones del texto griego y de una pluralidad de traducciones a diversas lenguas modernas, la consulta de diccionarios especializados, de repertorios etimológicos y de comentarios eruditos– la inclusión, repito, de todas estas herramientas, sin permitir que el producto final se convirtiera en un comentario más firmado por un profesional de la filosofía, sino en una reflexión filosófica y poética sobre el texto.
Esta reflexión, de la que fui asistente y testigo privilegiada, se desplegó en torno de un centro radical, un centro que opera en el libro en su totalidad como fundamento esencial: el lógos. El lógos es ese vocablo griego intraducible que alude a un REUNIR, a un HABLAR y a un PENSAR, y que indica a la vez la palabra, la palabra reunida con otras palabras –el lenguaje– y su concepción como motor primero de lo que la filosofía sistemática considera el distintivo central de lo humano como especie: la razón. Sin embargo, el autor encaminó su reflexión en sentido contrario, en la senda de la hermenéutica heideggeriana, para arribar a la concepción del lenguaje como poesía, es decir, como creación constante que hace posible que el hombre se instale en un modo distinto de habitar el mundo, bordeando el exilio y el vacío pero entrelazado con un ámbito otro –el de lo sagrado– que le hace posible emprender el camino de regreso a la patria.
Para arribar a ese destino el autor recorre un sendero lleno de recodos, que se muestra y se oculta, que él como creador ha transitado y que desea que nosotros, como lectores, también recorramos. Es por eso que, a lo largo del derrotero, ha ido lanzando en la hierba un puñado de guijarros que, engarzados como un collar, como un hilo de Ariadna, conforman un surco, la huella por la que nuestros pies y nuestros ojos se guían para llegar a la meta. Arribar a esa meta no es una seguridad que el texto proponga: la meta es un horizonte que se aleja a medida que avanzamos. Pero sobre ello volveremos dentro de unos instantes.
Esas huellas que conforman la ilusión del camino son las que jalonan la reflexión de Marcelo Alonso sobre la historia del psicoanálisis y el descubrimiento de Freud. Son huellas que nos reenvían a la conformación de nuestra cultura, a su espacio liminar, que es el de la conformación de la cultura griega como mito fundacional de Occidente, que estaba en la base del imaginario freudiano como representante cabal de la Modernidad y que aún impregna, aunque con resonancias más oscuras y lejanas, nuestra precaria cultura postmoderna.
Recordemos algunos de aquellos guijarros: un medallón –lo que los griegos denominaban sýmbolon, esto es, un objeto que funcionaba como signo de reconocimiento–; siete anillos, que nos remiten a los hermanos que pelean por la herencia paterna, encerrados en una ciudad amurallada cuyas siete puertas sellan la salida de una ciudad vuelta sobre sí misma, capturada en un tiempo circular que impide la evolución y la transmisión; una efigie y una Esfinge, donde se transparenta la figura de Edipo en el momento culminante de su camino heroico: el desciframiento del enigma que pregunta sobre el hombre; Edipo mismo en su condición de hombre trágico, figura que parece exceder a Freud y resulta resemantizado como símbolo del complejo que lleva su nombre; Antígona, una hija que guía los pasos de un padre enfermo en su camino de desterrado; por último, ese anciano en el límite de una nueva patria que no le otorga ciudadanía de pleno derecho, que se le muestra y se le escatima, pero en la que puede dejar un legado.
¿Cuál es el legado de Aquí también hay dioses? Como decíamos hace instantes, el legado no consiste en el vislumbre de la meta del camino. Antes bien, Marcelo Alonso ha querido, sustrayéndose al callejón sin salida del carretero chino de Chuang Tzu, probar que, aunque el aprendizaje es una tarea únicamente individual, todavía es posible la transmisión de una experiencia. La capacidad de transmisión es un don que pocos reciben: un regalo de los dioses que sólo anida en los sujetos traspasados por el rayo del deseo. Como testigo del proceso de conformación de esa experiencia, puedo afirmar que el don recibido, plasmado en estas páginas, es la primera cuenta de un collar que, como los guijarros, continuará abriendo surcos para nuestras huellas.
Muchas gracias.

Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.
3 de junio de 2009

Presentación del libro "Aquí también hay dioses"

Por Nora J. Álvarez


Marcelo A. Alonso instala una aceptación: “Aquí también hay dioses”, y enuncia una mirada que nos plantea: “seguir a la letra la experiencia abierta por Freud, tanto como la enseñanza de Lacan”. Camino que va transitando de un modo particular en el entramado de sabidurías diversas, como el pensamiento de filósofos antiguos, la poética de Lao Tse, de Heráclito, y las antiguas Upanishads de la India.

En este libro no solo encontramos una propuesta, también, una posición política frente al acontecimiento del psicoanálisis queda aludida, al afirmar que el camino de Freud habla de un descubrimiento que implica una travesía, una acción, un camino abierto; o bien, en la referencia a esos pequeños senderos que, como señala Lacan, pueden llevarnos más lejos de lo que creemos.

Senderos, vía, caminos, un modo de mostrar otra determinación de la existencia, que no se establece por la razón del pensamiento occidental. Una apertura sin fin preciso que orienta; un diálogo con la tradición china: el Tao. Allí leemos que la escritura ideográfica capta la imagen y se relaciona entonces con el mostrar, que “el ideograma que representa a Tao, a diferencia de la escritura alfabética que se remite al concepto, es el mismo que el de ‘camino’. También nombra el habla, aludiendo a curso, vía, recorrido, con la pregnancia de la imagen de un vacío del que todo emana. Del Tao no es posible decir: esto es o esto no es, dualidad tal que rige la mirada de occidente con su corazón en el ser.

Jacques Lacan en su diálogo con F. Cheng piensa la tríada donde ya no se trata de un juego de oposiciones, sino del 3 identificado con el vacío central, y éste produciendo soplo y vida. Como un vacío del que todo emana abriendo el espacio; lo que está en el tiempo como efecto de acontecimiento, no como el ser del concepto y su limitada movilidad.

También Freud se refiere a la lengua china[i] y habla del sonido, de la evocación, de los diversos tonos en la emisión de las sílabas, donde la gramática es casi inexistente. Lo dice así: Esa lengua consiste, (...) sólo en la materia prima, y en ello se asemeja a la manera en que nuestro lenguaje conceptual es reducido por el trabajo del sueño a su materia prima, a saber, omitiendo expresar sus relaciones. En el chino, en todos los casos de imprecisión, la decisión se deja a cargo del oyente.”

Así, la letra del autor va delineando, paso a paso, una constante que no alude al sueño occidental de la evolución y el progreso; una escucha constante que se orienta por el tono, por el ritmo, por ese tiempo que se instala, y ese espacio que se abre por los efectos de la resonancia de lo real.

Entonces, para que el proyecto de comunidad disponga su base en el estar, se torna propicia esta propuesta. Una propuesta de reunión que disponga de la presencia de un “aquí también hay dioses”. Un estar que nos compete, el interrogarnos por la política del psicoanálisis.




[i] “14 Conferencia de introducción al psicoanálisis”

CUÉNTAME TU INTERNA

Una interesante reconstrucción de cómo fue la evolución interna del psicoanálisis, de Freud a Lacan.

Por Alicia Plante

Aquí también hay dioses
El descubrimiento de Freud

Marcelo Alejandro Alonso


La importancia de esta obra no reside en la propuesta de modificaciones del cuerpo teórico o de la praxis psicoanalítica, ni en el aporte de nuevas formas de entender lo dado. Tampoco en una explicitación inesperada de lo que no se pretende modificar. Quizás cabría decir que el psicoanalista Marcelo Alonso propone más bien una reconstrucción de los momentos de inflexión en la evolución interna del psicoanálisis como movimiento científico y filosófico, de los altibajos institucionales extremos que hasta la propia materia de estudio se prestó siempre a propiciar, sujetos a la densa y conflictiva dinámica de los grupos que lo compusieron –y des-compusieron– a lo largo de casi siglo y medio. Los primeros asombros, las coincidencias y lealtades de amigos y colegas, las rivalidades, los celos entre “hermanos” por el amor del “Maestro”, la traición de alguno: por las páginas de Alonso, en un historiar que intenta penetrar las tensiones y presiones que se conjugaron en torno del pensamiento, en permanente actividad de un hombre gigantesco, pasan Fliess, Jung, Ferenczi, Adler, Jones, Stekel, Rank, eventualmente Eitingon y otros que fueron acompañando o incidiendo en el desarrollo del corpus psicoanalítico. Y por detrás, siempre, aun cuando vacilara o debiese desandar algún tramo del camino, la preocupación de Freud por preservar intactos los lineamientos de su “invención”.

Esta inquietud respecto de las múltiples “maniobras” internas en pos del poder dentro de la institución oficialmente constituida, incluso hizo necesario un comité secreto –con Freud a la cabeza– que operó a espaldas de los demás integrantes. Los avatares institucionales se sucedieron y a la función cercana al espionaje del comité secreto siguió la ordenación corporativa del movimiento. Casi siempre las fricciones respondieron al cómo en la formación de nuevos psicoanalistas; por ejemplo, si los candidatos debían o no someterse previamente a un análisis didáctico y al consiguiente control, fortaleciendo así la cohesión al modo del ejército y la Iglesia.

Alonso reflexiona acerca de la forma en que este tipo de pulseadas por el poder (del Padre) continúa atentando hoy en día contra la operativa institucional, y produce importantes asociaciones con textos de Freud como Totem y Tabú.

Alonso pasa luego a reflexionar sobre la figura de su legítimo sucesor: Jacques Lacan. Desde el comienzo un personaje revulsivo, que fue rechazado por sus pares y transgredió la mayor parte de las reglas impuestas por los cancerberos de la ortodoxia freudiana, representa sin embargo una legítima fidelidad a la esencia de las enseñanzas del Maestro. Sus aportes no lo cuestionan sino que, se podría decir, lo actualizan. Su contacto con el Tao a través de la poesía de Lao Tse, poeta chino del siglo III a.C., lo conduce de vuelta a La Interpretación de los Sueños y a la descripción freudiana de la cómoda convivencia de términos opuestos dentro del lenguaje onírico, que no reconoce la negación. Los poemas de Lao Tse lo marcan: la afirmación de que el Tao es un vacío que nunca se llena completamente, y a la vez una nada de la que todo fluye, hinca el diente en su inteligencia. Sus elaboraciones proceden asimismo de su frecuentación del estructuralismo de Saussure, que lo llevarán a confirmar que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, el cual construye al sujeto. Hablará de tres registros: el real, que es lo indecible; el imaginario, donde se produce la constitución del Yo como algo distinto del Otro (estadio del espejo) y en relación con el objeto ideal perdido (la Madre); y lo simbólico, que constituye el primer conjunto de reglas que integran al sujeto en la cultura, en un proceso que dura toda la vida.

Todo este relato de las sucesivas fases de la evolución del psicoanálisis son relatadas con complejidad y precisión en Aquí también hay dioses, un libro sin dudas importante.

Página 12 - Radar Libros - Domingo, 17 de Mayo de 2009

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-3441-2009-05-22.html


¿POR QUÉ LOS DIOSES?

"Hay algo profundamente enmascarado en la crítica de la historia que hemos vivido -el drama del nazismo, que presenta las formas más mosntruosas y supuestamente superadas del holocausto-.
Sostengo que ningún sentido de la historia, fundado en las premisas hegeliano-marxistas, es capaz de dar cuenta de este resurgimiento mediante el cual se evidencia que son pocos los sujetos que pueden no sucumbir, en una captura monstruosa, ante la ofrenda de un objeto de sacrificio a los dioses oscuros.
La ignorancia, la indiferencia, la mirada que se desvía, explican tras qué velo sigue todavía oculto este misterio. Pero para quienquiera que sea capaz de mirar de frente y con coraje este fenómeno -y, repito, hay pocos que no sucumban a la fascinación del sacrificio en sí- el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de ese Otro que llamo aquí el Dios oscuro."
Jacques Lacan, Seminario 11, clase del 24 de junio de 1964.